Iruya

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2006
Me siento y levanto la vista. Enfrente, las montañas. si giro, cualquiera sea el lado para que lo haga, veo montañas. Montañas altas y coloridas, hasta amables; quietas desde siempre. Y no se aburren, sin embargo. De alguna manera han dado con la clave y el método que les permite estar ahí todo el tiempo. No encuentro formas en ellas, pero no parecen ser relieeves levantados por la gracia del azar.

Adelante y desde lejos aparece un camino serpenteante. Desde donde lo veo, entra haciendo un giro hacia la izquierda. Atención: el camino al que me refiero no es tal, sino el curso que el río iruya ha trazado valiéndose de sus caudalosas aguas a lo largo de los años. Parece innecesario ahondar tanto en este momento, pero las voces aseguran que en días diluviales su cauce no basta para contener a las tumultosas aguas, las cuales se presumen fortísimas.
De alguna de esas torrenciales lluvias habrá surgido alguna vez la piedra angular de la primera edificación en la zona. Quizás un carbón, un ladrillo, algún arbol aledaño lacerado o tal vez las hojas de alguna partitura desechada por el viento al reparar en su sonoridad extravagante y poco ortodoxa. El primero en dar uso a alguno de estos elementos fue o, para mantener lo incierto que lleva consigo esta suposición, ha de haber sido, algún miembro de la compañía de correos abandonado a su suerte o algún que otro jinete termerario, envalentonado forzozamente con aguardiente.

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